Luchadores por la paz y el humanismo como paradigma: Gandhi y Mandela

Dr. Ciril Omeir1

Mandela nació en 1918 en su pueblo natal de Mvezo. Una aldea sencilla y de pocos habitantes, en la región del Transkei, Suráfrica. Allí bebió en las fuentes de las tradiciones tribales y la sabiduría de los ancianos. Le contaron la experiencia de los combates sin tregua contra la recalcitrante supremacía blanca. Pasaban la áspera y violenta columna del odio por encima de la dignidad africana. ¿Por qué inculpar y discriminar, atropellar y perseguir, someter y esclavizar a alguien a causa del color de su piel? Acaso todos no somos la obra perfecta de Dios.. Así de dura, pétrea y desconcertante era la razón del racismo que Mandela, como tantos millones de sudafricanos, sentían en su propia carne. Por eso desde joven sentía el impulso arrollador de que los carteles de “blancos por un lado y negros por otro” tenían que desaparecer. Costara lo que costara, aún a costa de su propia vida. Así lo explicitó en el Juicio de Rivonia (Tribunal Supremo de Pretoria) el 20 de abril de 1964 durante el discurso de su defensa en el tribunal de justicia: “Yo he luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la dominación negra. Yo he valorado el ideal de una sociedad democrática y libre en la que todas las personas viven juntas en armonía y con iguales oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir y que espero conseguir. Pero, si es necesario, es un ideal por el que estoy preparado para morir”.

Mandela creció en el seno de una familia extendida, que comprendía a toda la descendencia de su padre y sus cuatro esposas. Su padre fue un jefe tribal que murió de tuberculosis cuando Mandela tenía nueve años. Mandela fue también el primero de la familia en asistir a la escuela y allí conoció la doctrina cristiana, convirtiéndose en metodista. En las escuelas que atendió, dirigidas por misioneros rigurosos, añadió a sus dotes naturales profundos valores cristianos, la autodisciplina, lo esencial de la vida humana: la convivencia pacífica en el respeto mutuo, la libertad constructiva y la dignidad inviolable de la persona humana por encima de toda frontera étnica y geográfica, más allá de todo linde religioso y cultural. Fue mediante esos valores cristianos que le ayudaron ha cultivar en el silencio de su alma libre y compungida el sentido profundo de la reconciliación, del perdón y amor. Fue capaz de desbaratar con sus iluminadoras palabras y vencer con sus elocuentes acciones los fáciles caminos de la violencia popular. El brío y el atrevimiento del discurso de Nelson Mandela quedarán para la posteridad como el símbolo luminoso de la defensa de la dignidad humana, no sólo de los africanos, sino de todo ser humano. Se mudó a Johannesburgo en Zulú, para ingresar a la Universidad de Sudáfrica y fue cuando conoció el salvajismo y el oprobio del racismo. Se graduó de abogado y junto con Oliver Tambo establecieron un bufete jurídico con abundante clientela; fue el primer despacho de abogados negros en Sudáfrica. Más tarde, con Sisulu, Tambo y Lembede, fundaron en 1944, la liga juvenil de Congreso Nacional Africano (CNA).

En 1948 con el triunfo del Partido Nacional -que sustentaba la política de segregación racial-, Mandela comenzó su verdadera militancia política. Destacó su liderazgo en la “Campaña de desafío” de 1952 y en el “Congreso popular” de 1955, que adoptó la popular “Carta de la libertad”, la plataforma política para una Sudáfrica sin racismo. En esa etapa el CNA se hallaba comprometido con la política de no violencia, a protestar pacíficamente en seguimiento de las enseñanzas de Gandhi, quien a principios del siglo había establecido esa práctica como expresión de lucha.

Mandela fue un gran humanista que quiso luchar pacíficamente -imitando a Gandhi-, y enfrentarse con razones no con armas a un sistema radical y extremadamente cruel. Lamentablemente aunque su deseo era el de ser escuchado, se dio cuenta de que no era de esa manera como podía derrocar a un sistema tan monstruoso como el apartheid, ya que por toda respuesta recibían represiones sangrientas, donde los muertos eran por supuesto, los negros sudafricanos.

Mandela, muy a su pesar, decidió cambiar su estrategia; se fue a la clandestinidad donde aceptó recibir entrenamiento militar ya que a eso lo obligaron por falta de métodos democráticos y diálogo por quienes en esos momentos tenían el poder. No podía ser de otro modo. Aunque su lucha armada estaba por demás justificada, nunca su ataque fue contra la población civil, jamás contra seres humanos.

Fue arrestado en agosto de 1962, luego de casi año y medio en la clandestinidad, producto de un aviso de la CIA. Acusado de sabotaje, fue condenado a cadena perpetua cuando contaba con 46 años. Pasó 27 años en prisión de los cuales 18 en la perversa prisión de Robben Island y el resto en otras cárceles sudafricanas. En Robben Island disponía de una celda de cemento de cuatro metros cuadrados. Fría, despiadada y helada en invierno. Caliente, sofocante y malsana en verano. Una isla utilizada por las potencias coloniales de Holanda y Gran Bretaña como hábitat de leprosos, locos y prisioneros.

Durante su permanencia en prisión, se prohibió difundir su imagen, sus palabras. Sin embargo, un hombre como él, no podía quedar en el anonimato eternamente. Veintisiete largos años en la cárcel, en condiciones inhumanas, tiempo en el que poco o nada se supo de Mandela por las medidas tan severas impuestas por el gobierno de Sudáfrica.

A causa de la guerra civil en 1980, el gobierno decide ponerlo en libertad. La semilla de la inquietud por una lucha humanista y justa se había sembrado un día y esa manifestación de repudio a la opresión, a la marginación, el mundo la conocía. Su celda de Robben Island es quizás, la habitación en que ha permanecido mayor tiempo a lo largo de su extensa vida. Durante los primeros años las condiciones fueron inhumanas, la alimentación pobre y nulo el contacto con el mundo exterior. Mandela podía recibir nada más una carta y una visita cada seis meses.

Más allá de los muros de su prisión, la población sudafricana se agitaba y el mundo cobraba conciencia sobre la crueldad del sistema. La reputación de Mandela como el mayor líder negro de Sudáfrica crecía día con día; mientras que él sobrellevaba con paciencia su cautiverio. Las contrariedades consumen a algunos hombres, pero fortalecen a otros.

Un impulso decisivo a su lucha provino del exterior, durante la presidencia de James Carter –otro estadista notable– y de la labor de Andrew Young, el representante de Estados Unidos en las Naciones Unidas, cuando se impuso el embargo de armas al régimen de Pretoria, un suceso que fracturó al sistema racista y alentó a Mandela y a la dirigencia del CNA, que ya giraba en torno suyo. Otro hecho que mitigó la carga de la prisión aconteció en 1979, con el otorgamiento del Premio Nehru, honor concedido antes que a él a Tito, a Martin Luther King y a la Madre Teresa de Calcuta.

La agitación interna y la presión internacional produjeron un relativo aflojamiento. En un acto asombroso de la banca internacional, el Chase Manhattan detuvo sus préstamos a Pretoria, ante la indignación de los inversionistas con el apartheid. Bajo esas circunstancias, en 1985 el gobierno racista promovió la primera reunión con Mandela.

Mandela al ser liberado, 11 de febrero de 1990, tenía dos opciones en una Sudáfrica maltrecha y vapuleada por la bestia infernal del apartheid: el camino de la guerra o la senda de la paz. La opción de la guerra de propagar la lacra de la violencia sectaria, ahondar en la vileza del odio racial, acabar en la vorágine de un conflicto nacional sin vencedores ni vencidos. En calles y plazas. En ciudades, pueblos y aldeas. Una sociedad multirracial en la que los caudillos y mandarines más poderosos, férreos y guerreristas dominarían con las armas, los tanques, la cárcel, o tenía la otra opción, el camino de la reconciliación y la paz. Ante ese difícil, arriesgado y laborioso dilema personal, Mandela optó por la vía de la reconciliación y de la paz. Salió de prisión y era un hombre libre, no sólo físicamente sino también interiormente. Como siempre lo había sido. Pero no abandonó el calabozo para arremeter contra sus infames perseguidores, como tantos lo esperaban, sino para construir con paciencia una sociedad nueva, democrática y libre en la que hubiera un espacio digno y vital para cada uno de sus miembros. No importa quienes fueran. Era una tarea ingente y piramidal. En un país que había sufrido los arañazos y golpes, la represión y crueldad de la más vil, infame y rabiosa discriminación.

Nada ni nadie consiguió arrebatarle el don inestimable de la libertad humana, plantada y enraizada profundamente en lo más íntimo de su ser. Ni la persecución, ni el dolor. Ni el aislamiento, ni la cárcel. Ni el desprecio, ni las amenazas, ni el racismo. Luchó con todas sus fuerzas para sobrevivir a la maldad, a la violencia, a la ira contra el enemigo. Fue fiel a los sólidos, firmes e inquebrantables principios que habitaban su alma. No permitió que el mal, en sus múltiples y variadas expresiones, dañara sus profundas convicciones, empañara sus grandes ideales, dinamitara la vía dolorosa de la paz y la concordia. Era duro, complejo y difícil abrazar el odio y la rabia que se habían acumulado en millones de ciudadanos a lo largo de la historia y que demandaba la aplicación de la ley del talión “ojo por ojo y diente por diente” contra los blancos sudafricanos. Era complicado poner en marcha cambios radicales y unir todas las energías a favor de la convivencia civil. Pero no había otra posible hoja de ruta en un país cuya realidad social y humana reflejaba un rompe cabezas.


Mandela parece haber leído al poeta Español Antonio Machado al expresarse en uno de sus poemas:


“La guerra está contra la cultura,

pues destruye todos los valores espirituales.”

“¡Señor! La guerra es mala y bárbara; la guerra

odiada por las madres, las almas entigrece;

mientras la guerra pasa, ¿quién sembrará la tierra?

¿Quién sembrará la espiga que junto amarillece?”

O a Miguel de Cervantes:

“No hay en la tierra, a mi parecer, contento

que se iguale a alcanzar la libertad perdida.”

“Un poco de luz y no más sangre.”

“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones

que a los hombres dieron los Cielos; con ella no pueden

igualarse los tesoros que encierra la tierra, ni el mar encubre;

por la Libertad, así como por la Honra,

se puede y se debe aventurar la vida.”


Mandela tuvo la valentía de deshacerse de las envenenadas redes de la venganza política para emprender la senda real, en la que debía haber cabida para todos en base a la dignidad humana. Un camino arduo, difícil y espinoso. Sembrado de pegas y obstáculos, barreras e insidias. Pero Mandela había atravesado ya el umbral del color, de la diversidad y del pluralismo para situarse en la esfera de la creación de un espacio de humanidad para todos. Blancos, negros, mestizos. Sin olvidar las lacerantes cicatrices y la memoria histórica de su nación. Aprendiendo las amargas y denigrantes lecciones de la historia para nunca jamás repetirlas en suelo sudafricano. En esa visión ideal poco importaba el mosaico de los colores, la configuración de las razas, los laberintos del pasado. Atrás quedaba el racismo visceral, la esclavitud cotidiana, la discriminación social. Todo ello había producido muerte y desolación, aflicción y sufrimiento. Mandela lo sintetizó con estas palabras: “Si quieres hacer las paces con tu enemigo, tienes que trabajar con tu enemigo. Es entonces cuando él se transforma en tu compañero” Se requiere una colosal fuerza interior para desafiar el muro de las voces discordantes y enfrentarse a las críticas acerbas y mordaces de los ciudadanos. Para desafiar el furor rebelde, vengativo y desencajado de los que clamaban a pleno pulmón el desquite, la revancha y el ajuste de cuentas. Pero Mandela no estaba dispuesto a acuñar “la nueva moneda negra” de las represalias raciales para reemplazar “la vieja moneda blanca” del apartheid desalmado. Eso significaría volver a las tinieblas del pasado, destruir todavía más el país, fomentar el racismo con etiqueta diversa. El revanchismo político nunca orbitó ni habitó en su organigrama político de gran estadista africano. A pesar de que las autoridades racistas del país habían agrietado y desgarrado su vida durante largos años de vigilancia y desolación. El odio y la violencia contra sus feroces enemigos nunca se enquistaron en su alma.

La luz irradiada por Mandela traspaso la frontera sudafricana y el continente africana para iluminar todo nuestro planeta dando esperanza a millones de seres humanos de todos los pueblos oprimidos del mundo, Mandela nos dejó un legado donde ubica al ser humano como valor y preocupación central, de modo que nada esté por encima del ser humano, y que ningún ser humano esté por encima de otro.

Afirma la igualdad de todas las personas y trabaja por la superación del sufrimiento, avanzando desde el campo de la determinación, al campo de la libertad. Reconoce la diversidad personal y cultural afirmando las características propias de cada pueblo y condenando toda discriminación que se realice en razón de las diferencias económicas, raciales, étnicas, culturales y religiosa.

Afirma la libertad de ideas y creencias. Honrar a Nelson Mandela significa seguir luchando para cumplir su sueño a vivir en un mundo sin discriminación. El 28 de Agosto 1963 el inolvidable Martin Luther King Jr. desde la escalinata del Monumento de Lincoln, Pronunció uno de los insignes discursos de la Historia “Yo tengo Un Sueño Yo tengo un sueño que un día esta nación se elevará y vivirá el verdadero significado de su credo, creemos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres son creados iguales.

“Yo tengo un sueño que un día mis cuatro hijas pequeñas vivirán en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter.

Yo tengo un sueño que los hijos de los ex esclavos y los hijos de los ex propietarios de esclavos serán capaces de sentarse en la mesa de la hermandad.

Yo tengo un sueño que un día pequeños niños negros y pequeñas niñas negras serán capaces de unir sus manos con pequeños niños blancos y pequeñas niñas blancas como hermanos y hermanas.

También nosotros tenemos un sueño que un día los niños y niñas negras, indígenas, blancas mestizos y de todas las razas unidas como hermanos y hermanas, formaremos una sola raza, la raza humana. Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión”.

Nelson Mandela


1 Dr. Ciril Omeir. Secretario General de la URACCAN. secretario.general@uraccan.edu.ni

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